Artes de Entrenamiento...

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miércoles, 23 de mayo de 2012

El temor a perder.

San Agustín usó los conceptos fundamentales de caritas y cupiditas para referirse a los dos tipos fundamentales de amor según su objeto. El santo de Hipona concebía el amor como un movimiento del alma, un apetito ligado a un objeto determinado como desencadenante del propio movimiento. El amor dirigido al mundo por el mundo, la cupiditas, condena al ser humano a la más terrible de las infelicidades en la medida en que todo bien temporal se halla bajo la amenaza de su desaparición. Sólo la caritas, el amor a Dios por Dios y al prójimo por Dios, puede asegurar la verdadera felicidad en la posesión de un bien que no puede perderse por ser inmutable y eterno.
San Agustín de Hipona.
En la cupiditas como concupiscencia o amor al mundo por el mundo, el deseo de tener se transforma en temor de perder. La satisfacción por la posesión de un bien temporal se revela como efímera, por cuanto nace casi inmediatamente el temor de su pérdida. Por ese motivo, el mundo por sí mismo no puede dar nunca la verdadera felicidad, aquella que no puede perderse. El mundo no puede ofrecer nunca la seguridad de que no se perderá el bien obtenido por su contingentismo radical, es decir, por su finitud constitutiva, siempre vuelta a la nada. La felicidad beatitudo— consiste en la posesión y conservación de nuestro bien, pero también en el estar seguros de no perderlo. Por el contrario, el pesar —tristitia— consiste en haber perdido nuestro bien. Sin embargo, el verdadero problema de la felicidad humana reside en que al hombre constantemente le asedia el temor. De ahí que San Agustín, oponga a la felicidad de tener no tanto la tristeza por la pérdida del bien como el temor de perder. La clave de la vida moral del hombre no es tanto si ha de amar cuanto qué es lo que debe amar. Un amor equivocado puede llevarle a la más irremisible de las desgracias haciendo de la felicidad una meta inalcanzable por sí misma. Por esa razón advierte el santo que se debe tener especial cuidado al escoger el amor: Amad, pero pensad qué cosa améis. El amor de Dios y el amor del prójimo se llama caridad; el amor del mundo y el amor de este siglo se denomina concupiscencia. Refrénese la concupiscencia; excítese la caridad. Por consiguiente, se puede afirmar que de la distinción agustiniana entre caritas y cupiditas resulta claramente una jerarquización fundamental. Los amores deben situarse en un correcto orden u ordo amoris: en la cúspide de la pirámide se halla el amor a Dios y, por debajo del mismo, sucesivamente, el amor al prójimo, el amor a uno mismo y, por último, el amor al cuerpo.
San Agustín no niega absolutamente su valor a los bienes temporales, pero los sitúa en su orden correcto: el cuerpo debe someterse al alma y el alma a Dios. En el mandamiento de amor a Dios y al prójimo se incluye todos los géneros de bienes y su cumplimiento coincide con el ordo amoris que lleva a una vida buena, justa y feliz. La definición agustiniana de caritas como amor de lo que debe amarse evoca la idea de un orden del amor: «El amor de las cosas dignas de ser amadas se llama con más propiedad caridad o dilección» En Agustín se observa un sistema ético cuyas herramientas sirven para alcanzar la felicidad absoluta consistente en la unión del hombre con Dios por amor. La idea de un orden en el amor adquiere así un carácter subordinado: la caridad o dilección presupone un orden en el amor cuya finalidad directa no es otra que lograr la libertad, con la ayuda de la gracia. Esta libertad como dominio de la voluntad se identifica con la facultad de orientarse hacia el verdadero objeto formal del querer: el Bien, identificado con Dios. Dios es el único bien absoluto porque es el único que no está afectado por la mutabilidad radical característica de todas las criaturas. Todo bien distinto es un bien inferior ya que se dirige por su propia naturaleza hacia la nada, es caduco. Sólo la unión del hombre con Dios por amor garantiza su contemplación y, como consecuencia, la vida y la felicidad eterna.
En la caridad se cumple el orden en el amor que prescribe amar a Dios por sí mismo y todas las demás cosas por Dios. Además, la dilección agustiniana implica un doble orden en el amor: por un lado, un orden de las cosas amadas y, por otro, un orden en el sujeto que ama. Este doble orden natural objetivo y subjetivo del amor es el que refleja el mandamiento evangélico: «Amarás a Dios con toda tu alma, con todo tu corazón y con toda tu mente»
El orden objetivo en el amor recae sobre cosas amadas. Los bienes útiles inferiores deben subordinarse siempre al único objeto de amor fruible: Dios. Dentro de los bienes útiles puede establecerse una ordenación de inferior a superior rango, desde los bienes materiales, pasando por los seres racionales distintos de sí mismo, hasta uno mismo y, dentro de sí, la virtud, como gran bien moral, sobre la libertad como bien medio y, naturalmente, sobre el cuerpo, como bien mínimo:
Esto es conveniente: que lo inferior se someta a lo superior, para que quien quiere que le esté sujeto lo que le es inferior, a su vez obedezca al superior. Reconoce el orden, busca la paz. Tú, sometido a Dios, y a ti, el cuerpo. El orden subjetivo en el amor que predicaba el santo es el que permite interpretar los términos alma, corazón y mente del citado mandato evangélico, en la medida en que se relacionan con las tres partes del alma humana. La antropología platónica es corregida por Agustín del siguiente modo: el alma humana, una en sí misma, despliega su actividad en los planos de la actividad vegetativa o reproductiva («con toda tu alma»), de los afectos humanos y espirituales («con todo tu corazón»), así como del amor y conocimiento de las ideas puras y Dios («con toda tu mente»). Con el mandato evangélico se alude a la necesidad de amar a Dios con todas las potencias del alma, de modo que la voluntad sea libre, es decir, no quede dominada por ninguna tendencia natural inferior. Sólo si el alma se atiene al orden subjetivo y objetivo del amor alcanzará el señorío sobre las tendencias inferiores subordinándolas a la mente contemplativa. Ahora bien, una vez que el pecado ha sido introducido en el mundo y se ha producido la caída del hombre, es preciso que su libertad sea asistida por la gracia para luchar contra las tendencias naturales inferiores. Por eso San Agustín aconseja prestar atención para no sucumbir ante ellas: «No puede el alma señorear lo que le es inferior si ella no se digna servir a lo que le es superior»

Ascesis o Entrenamiento.

Pero, ¿cómo llegar a un ordo amoris? Para eso se necesita práctica y el entrenamiento, y esto es lo que la gran tradición quiere decir ascetismo. Me temo que la palabra tiene una mala reputación entre nosotros. El ascetismo que nos hace pensar en alguien que es estricto, severo y austero, sin sentido. Lo confunden con el masoquismo o el maniqueísmo, y de ser incapaz de apreciar los encantos de la creación. Sin embargo, el ascetismo ni una sola vez tienen un significado más positivo en la tradición cristiana, y yo estoy tratando de contribuir a la rehabilitación de la palabra. Viene de la palabra griega ascesis , que simplemente significa "entrenamiento". Se usaba para los atletas, " El ascetismo es una especie de disciplina, un ejercicio físico, un régimen de entrenamiento. Desde el ámbito del ejercicio físico que se llegó a la aplica también al ámbito de ejercicio espiritual. El ascetismo se compone de los pequeños pasos dados para alinear nuestro amor y reverencia correctamente. ¿Estás dispuesto a comenzar tu entrenamiento?
(información y adaptación de diferentes autores, entre ellos Urbano Ferrer Santos y Ángel Damián Román Ortiz).