Un día, una mujer me preguntó: “¿Cómo se ha de orar?” A mi vez, yo la interpelé: ¿Puede usted ponerse de rodillas? Esta pregunta tocó en el la laguna fibra sensible y me repuso un tanto irritada “¿Qué quiere decirme con eso?”. Es muy simple – respondí – para orar, arrodíllese ante su cama y abandónese. Visiblemente sobresaltada, se levantó y salió sin siquiera despedirse. Al día siguiente vino a verme y me contó que cuando se marchó, después de haber recibido una especie de choque destructor, echó a correr y correr, cada vez más deprisa. Que al llegar al hotel subió la escalera de dos en dos y que al entrar en su habitación echó el cerrojo y se arrodilló. “ En ese mismo instante - me confiaba – un algo se apoderó de mí"
No sabía “lo” que le había sucedido ni cómo “aquello” le había llegado, pero lo que estaba muy claro es que en aquella postura ella se había sentido como totalmente abandonada, libertada, cobijada. Sí, aquella mujer ahora comprendía. Ese es el poder del gesto puro. Cuando el "orden del corazón", el "orden" de la imagen esencial está vivo, implica también, o mejor es también un "orden de cuerpo". A medida que el hombre va tomando profundamente conciencia de una manera de ser que le es nefasta, disponiéndose así para la transformación, tomará conciencia de que su egocentrismo y sus obstinadas falsas actitudes están fuertemente enraizadas en su cuerpo. A partir de ahí comenzará a consagrarse a la práctica del gesto puro, que favorece la permeabilidad al SER divino. Compilado de Karlfried Dürckheim.
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